Contenido original publicado en: Reporte Digital
El desafío de la ética para los ciudadanos inteligentes.
La proyección de Gartner para 2020 es que existan más de 21 billones de aparatos conectados, transmitiendo información en simultánea. En el mismo universo del Internet de las Cosas (IoT), los weareables crecen a un ritmo del 25% y solo en 2015 se vendieron 72,5 millones de dispositivos usables.
Pero si los dispositivos móviles se han convertido en extensiones de nuestro cuerpo y solo necesitan de una pequeña vibración para robarse nuestra (casi) entera atención, ¿cuál será el panorama con un crecimiento exponencial de dispositivos en los próximos cinco años si es que ahora, en promedio, tenemos encima tres aparatos?
Una ciudad inteligente requiere ciudadanos inteligentes, característica que se consigue, entre otras, por su capacidad de acceder al universo de información que ofrece la web – receptores de datos – y por su potencial como fuente de datos que aporten a la toma de decisiones dentro de esa misma ciudad – proveedores de datos –. Sin embargo, la inteligencia de aquel ciudadano ‘proveedor’ no puede limitarse a su capacidad de generar datos que dependen de su mera existencia.
Entonces, en un escenario donde habrá hiperconexión e infoxicación ¿seremos capaces de despegarnos de las pantallas para prestar atención al mundo fuera de ellas?
Ser y ejercer como ciudadano inteligente
El ejercicio de la ciudadanía parte de entenderse a sí mismo y ver a los otros como seres no solo racionales sino capaces de tomar decisiones para mejorar su entorno, del cual se pueden servir para mejorar sus condiciones de vida sin que ello implique afectar las de los demás.
La ciudadanía inteligente supone todo lo anterior poniendo las tecnologías como medio y herramienta para propiciar esa mejora en las condiciones de vida, incluyendo facilidades para la toma decisiones, la interacción con el entorno y los demás, y la participación pública.
Suena casi obvio, pero cuando se voltea a mirar a los viejos amigos que se encuentran para ‘chatear’ de forma comunitaria, la cuestión no es solo cómo se toman las decisiones personales sino cómo se podría confiar en estos seres obnubilados la capacidad de decidir sobre toda una ciudad.
El argumento en defensa de las pantallas aparece con que a través de ellas se accede al universo de información que nos puede servir para tomar mejores decisiones; el argumento en contra se para desde los altos índices de consulta de la categoría entretenimiento que elevan los consumos digitales en todo el mundo.
La ética en las ciudades inteligentes
Finalmente, la cuestión no es solo de ciudadanía inteligente sino de una ética para las ciudades inteligentes en la que no solo ha de ser valorada la información sino el qué se hace con ella, y esta valoración habrá de aplicarse no solo a los ciudadanos hiperconectados sino a los tomadores de decisiones hiperinformados de las necesidades de sus ciudades.
Mientras la moral se enmarca en el conjunto de reglas pactadas por una comunidad para poner límites sobre lo bueno y lo malo, la ética es personal y responde a lo correcto y lo incorrecto.
Entonces, en nuestro escenario ya no solo tendremos billones de aparatos, billones de billones de conexiones y tanto más de datos en circulación, sino el desafío de construir ciudadanía con capacidades más allá de la alfabetización digital, y, además, con principios que le permitan, de forma autónoma, poner límites a sus acciones en línea, incluyendo la autoregulación de las fuentes y los consumos en digital, protegiendo aquello que los hará más valiosos, su propia información.
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